La noche del cisne | Capítulos 1 y 2~

Como dije ayer, en los días que siguen voy a ir subiendo algunos capítulos de mi nueva novela, La noche del cisne para que los leas y animarte así a conseguir la obra ❀

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El capítulo de hoy está más abajo 😊



Nada más por el momento. Que tengas un estupendo fin de semana.


Con cariño, 
Eleanor Cielo💙



Info sobre la licencia de esta obra :: La noche del cisne -(c) - Eleanor Cielo

Recuerda que es una obra registrada y tiene todos los derechos reservados.






23 de octubre de 1898
Dubrovnik,
Reino de Dalmacia
(actual Croacia)





1. Desde la Plaza de las Flores

Nunca creí que regresaría a Dubrovnik. Quise creer que por fin me despegaría esta marchita tierra de la piel, que podría respirar una nueva brisa y descansar entre los brazos de Jakov. Sin embargo, algo dentro de mí no se sorprende. Tal vez sea la desconfianza la que toma las riendas de mis palabras.

Suena el tañido de las campanas. Sentado en esta plaza, aguardo paciente la llegada del último de mis amantes. Mi sexto sentido me dice que va a aparecer de un momento a otro. ¿Que cómo lo sé? Lo sé. Simplemente. Pude penetrar con tanta facilidad en la médula de su alma que sería un idiota si le confesase cómo me aprovecho de su debilidad. Me gusta que crea que no lo sé. Me hace tener cierta ventaja, adivinar algunos de sus torpes, pero cautivadores movimientos. Es como jugar al ajedrez y conocer de antemano cuál será su próxima jugada. Él es tan previsible que me tiene fascinado. Es uno de sus mayores atractivos, sin duda. Cuando llegue, no le diré que le he echado de menos. Quiero oírlo antes de sus labios y que su alma vuelva a temblar ante la presencia de la mía. Puede que mi vena tiránica esté a flor de piel, pero a estas alturas de mi vida no me planteo si debo o no tomar lo que quiero. Simplemente hago lo que deseo.

Sin embargo, no siempre fue así.











Primavera de 1869
Nueva Alejandría,
Reino de Dalmacia











2. Botones y piedrecillas

Me gustaría empezar por el principio. Recordar lo que fue mi apacible y alegre infancia, lo feliz que de pequeño llegué a ser.

Cuando nací, descubrí varias cosas que me marcarían para siempre. Una de ellas fue que mis padres, Klaudio y Danica, ya no me esperaban. Mi madre acababa de cumplir los cuarenta años cuando me tuvo por vez primera entre sus brazos y mi padre casi cuarenta y tres. Digamos que nadie en su sana cordura me habría asegurado que nacería teniendo en cuenta que los muchos doctores que Klaudio consultó afirmaron, unánimemente, que olvidase la idea de volver a ser padre.

“Un embarazo a esa edad es muy peligroso”, dijeron uno detrás de otro. “Es probable que el feto se desprenda en las siguientes semanas. Es lo natural en estos casos.”

A pesar de no tener esperanza alguna, mis padres acudieron a la consulta semana tras semana. Aguardaban a que el cuerpo de Danica expulsara, tarde o temprano, la semilla contraria al curso de la propia naturaleza o, incluso, de los designios de Dios. Por ello, cuando estuve entre los brazos de mi madre dijo que yo me llamaría Ladislav. Algo así como el que manda con gloria en mi lengua eslava o dálmata. Por supuesto, no supe nada de esto hasta mucho tiempo después, cuando Danica me entregó un pequeño diario de color azul oscuro con bordes negros donde había escrito cómo había sido el transcurso del embarazo y de los meses que siguieron.

“Hoy he sentido por vez primera cómo se ha movido dentro de mi vientre. Ha sido un momento fugaz, pero tan intenso que he tenido que secarme las mejillas. Sé que está ahí, que puede oírme, y por eso me gusta hablarle siempre que estoy a solas. Debe saber desde el principio que su madre estuvo segura de que nacería sano y a salvo.”

El otro descubrimiento fue saber que sería el menor de dos hermanos más: Sanel y Karlo. Como mis padres me habían tenido a una edad muy avanzada, la diferencia de años hizo imposible que yo terminase de encajar entre ellos casi desde el principio. Sanel tenía quince y Karlo, trece. Danica se quejaba de que nunca se acercaban a mí e, incluso, Klaudio los amenazó una vez con que se quedarían sin regalos de navidad. Pero todo fue en vano. Mis hermanos se comportaban como si yo fuese un intruso o un desconocido. Por el contrario, guardo muchas imágenes de las nodrizas, de sus rostros, de cómo jugábamos en el jardín o en la playa lanzando la peonza o la rueda. Recuerdo especialmente a Darija, una joven sirvienta que entró en Nueva Alejandría, la casa de campo donde vivíamos, poco después de que yo naciera. Había llegado de un pueblecito del sur, muy cerca de la frontera, a Dubrovnik y me cantaba canciones de la región que había dejado atrás. A veces, Darija lloraba cuando lo hacía.

Mientras yo crecía e iba adquiriendo los conocimientos propios de aquel nuevo mundo que se abría ante mí, mis padres se hacían cada vez más mayores y empezaron a tener algunos problemas de memoria para retener detalles tan básicos como recordar con qué mano se tomaba cada cubierto o diferenciar entre la copa de agua y la de vino. Sin embargo, recuerdo muchas mañanas de radiante sol en su compañía. Paseábamos a través de los muchos manzanos que rodeaban Nueva Alejandría, recogíamos conchas o cangrejos en las rocas de la playa, comíamos los frutos silvestres que recolectábamos tales como moras y bayas, hacíamos mermelada de manzanas, tomábamos helado cuando visitábamos Dubrovnik, saludábamos a los árboles y a los insectos.

—¡Buenos días, Señor Caracol!
—¡Qué bonitas alas tiene, Señora Mariposa!
—¡Qué grande es, Señor Árbol!

También disfrutaba mucho cuando soplábamos contra los dientes de león del sendero del camino o echábamos a volar la cometa que Klaudio me había hecho cuando cumplí cuatro años.

—¡Rápido, Ladislav! ¡Tienes que correr hasta que el viento la empuje hacia el cielo!

Mis pies dejaban atrás la arena de la playa mientras yo corría y corría sintiendo que mi pequeño corazón bombeaba alegría líquida en lugar de sangre. Podía oír a mis padres detrás, alentándome.

—¡Muy bien, Ladislav! ¡La cometa ya está volando! ¡Bravo!

Y por las tardes mi madre me contaba un cuento que tomaba de la gran biblioteca. Había muchos, pero siempre la oía muy atento.

“Llegó el invierno y el patito feo casi se muere de hambre pues tuvo que buscar comida entre el hielo y la nieve y tuvo que huir de cazadores que pretendían dispararle. Al fin llegó la primavera y el patito pasó por un estanque donde encontró las aves más bellas que jamás había visto hasta entonces. Eran elegantes, gráciles y se movían con tanta distinción que se sintió totalmente acomplejado porque él era muy torpe.”

Abracé a mi madre para luego cerrar los ojos mientras esperaba paciente el final feliz del cuento. Yo había nacido en una perenne primavera y era maravillosa. No podía ser más dichoso. Pero cuando cumplí seis años, conocí a las únicas primas que tenía en Dalmacia. Ni siquiera podía imaginarlo, pero estaban destinadas a jugar un papel trascendental en mi futura vida. Aún hoy no deja de sorprenderme todo lo que luego iba a suceder. Si lo hubiera sabido, ¿qué hubiese hecho? Tres eran las hijas de mi tío Patrick, casado con la hermana mayor de mi padre que había fallecido poco después de nacer Iskra. Los Juric se habían mudado desde Zadar, la capital, a Dubrovnik; aunque un año después se trasladaron a la casa de campo más cercana a la nuestra, Nueva Atlántida, a la que desde muy pronto consideré mi segundo hogar. Allí vivirían a partir de ahora mis primas Spomenka, Vesna e Iskra. Desde muy pronto compartiría casi todo el tiempo con ellas. Jugábamos durante horas y a mí siempre me sabía a poco. Mis primas eran como mágicas, preciosas. Eran mayores que yo, pero -a diferencia de lo que sucedía con mis hermanos- la edad no representaría obstáculo alguno para compartir juegos e intereses. Me quedaba embelesado cuando representaban pequeñas escenas de teatro o Vesna relataba con entusiasmo algunos poemas o cuentos.

“Pero entonces, el pez fue capturado y cuando el soldadito por fin ve la luz se da cuenta de que -de nuevo- está en su casa. Sin embargo, descubre algo maravilloso. Allí también está la bailarina: el soldadito y ella se miran sin decir nada.”

Poco a poco, aquellas tres niñas comenzaron a suplir las numerosas atenciones y afectos que mis padres me habían profesado desde siempre. La demencia senil no tardó en manifestarse y, lentamente, los recuerdos que Klaudio y Danica tenían de mí empezarían a difuminarse con el paso de los años. Por su parte, Spomenka tenía siete años más que yo y era la mayor de las tres. Le gustaba mucho tocar el piano mientras nosotros danzábamos en el salón entre risas. Se sabía muchas canciones y la adoraba por cómo intentaba complacernos. Disciplinada, acudía todos los días al conservatorio y era muy solicitada por directores de orquesta en Zadar, por lo que viajaba con su familia a la capital. Yo no podía ir siempre, pero durante las ocasiones en las que tuve oportunidad de asistir recuerdo muy bien las palabras de aprecio y afecto que sus hermanas y mi tío le repetían mientras tomaban su mano o la abrazaban. A veces las envidiaba porque yo quería que mis hermanos también se sintieran orgullosos de mí. Por el contrario, Spomenka apenas hablaba. Siempre parecía pensativa. Por alguna razón que desconocía, empecé a pensar que guardaba un diario secreto que debía encontrar. Así podría saber qué pensaba realmente de mí, pues a diferencia de sus hermanas, no solía expresar lo que sentía. Iskra, la más pequeña, pintaba al óleo cuadros de paisajes y también del Adriático que quedaba muy cerca de la casa y refrescaba en las bochornosas tardes de verano. Cuando tuvo más edad empezó a dibujar de forma extraña y ella, al quedarme boquiabierto delante del lienzo, se reía y me explicaba que eran las nuevas tendencias artísticas que llegaban de otros países europeos. Recuerdo una vez en la que Spomenka le animó para presentar sus obras en alguna galería de la ciudad, pero la más pequeña de mis primas no tuvo suerte porque aquellos cuadros extraños no fueron bien recibidos por el público. Ella no abandonó su pasión y de nuevo su familia la apoyó. Iskra me enseñó a pintar cuadros sencillos, me regalaba pequeñas cajas de lápices de colores con los que dibujar en mi diario secreto. Vesna era la de los cabellos largos ondulados, de manos cálidas y voz mágica. Pertenecía al Club de Poesía de Dubrovnik y también al de Ajedrez junto a Iskra. Me gustaba ver cómo se debatían en duelos las tardes de otoño e invierno junto a la chimenea y acompañarlas también a las competiciones anuales de la ciudad, aunque la primera vez que quisieron participar no les dejaron porque solo podían hacerlo los varones. Recuerdo muy bien el enfado de mi tío y la indignación de Spomenka y cómo de nuevo la familia permaneció unida para hacer presión y cambiar las normas de la competición de ajedrez. Vesna amaba las piezas de aquel juego y creo que por ello siempre llevaba en sus bolsillos botones de colores y piedrecillas redondas del río que regalaba a sus hermanas, pero -muy especialmente- a mí.

—Estos son para Ladislav —decía mientras me abrazaba y acariciaba mi cabeza con su mano suave.
—¿Por qué él tiene que quedarse siempre con los botones más bonitos? —decía Iskra al cruzarse de brazos.
—Porque Ladislav es mi primo más querido.

Me miraba con afecto y yo me sentía muy unido a ella. Vesna era especial. Lo supe desde muy pronto.

—Un hada me ha dado estos pequeños y mágicos tesoros para vosotros —decía mientras sonreía—. Esta noche, debéis depositarlos bajo la almohada para que se cumpla cualquiera de vuestros deseos.

No deja de ser asombrosa la fuerte convicción que tuve a tan corta edad, pues desde que cumplí ocho años siempre pedí el mismo: casarme con ella algún día. No me importaba nada más.

—También sirven para que siempre tengáis sueños muy bonitos.

Estaba profundamente enamorado de Vesna y en todas y cada una de las noches mi prima se casaba conmigo mientras el cielo era sembrado de estrellas sobre un suelo con forma de tablero de ajedrez sobre el que bailábamos. Era un niño, pero tenía muy claro cómo sería mi futuro. Aunque se lo pedía a las hadas -y siempre depositaba religiosamente los botones y las piedrecillas bajo mi almohada, convencido de que se cumpliría porque las hadas eran mágicas y todo lo podían- yo lo escribía en el diario que me había regalado mi madre años atrás. Allí ponía por escrito mis secretos más íntimos. Nadie podía conocer el principal hasta que, cumplida mi mayoría de edad, le dijese a Vesna que quería ser su esposo. Otros secretos, pero que jamás le diría a nadie, eran los siguientes: como Iskra se quejaba de que yo obtenía los botones y piedrecillas más bonitos, una vez quise que ya no viniese más a mi casa. Otro secreto lo escribí cuando, en mi octavo cumpleaños, deseé por un fugaz momento no tener hermanos porque Sanel y Karlo olvidaron comprarme un regalo.



Pero si había algo que unía a mis tres primas era la pasión que habían desarrollado desde muy pronto por la Arqueología. Mi tío Patrick pertenecía a una familia entusiasta de las antigüedades y de alguna manera se lo había transmitido a sus hijas. Recuerdo que en Nueva Atlántida había una habitación especial donde guardaban libros y revistas en los que se detallaban los últimos estudios y descubrimientos realizados. También había objetos extraños como lámparas de aceite de la Antigua Roma, cerámicas de Creta o peines de miles de años hallados en Turquía. De hecho, mi tío y mis primas viajarían varias veces a ciudades como París donde la fiebre por la Egiptología se había hecho con numerosos seguidores por toda Europa. Spomenka y Vesna eran dos de ellas y solía ser habitual encontrarlas en la terraza de su casa leyendo, versando sobre algunas de las reinas y faraonas más poderosas de las que se tenía constancia como Merytneit o Hatshepsut, o sobre las historias que conformaban la mitología egipcia. Aunque no tenía demasiado interés por aquellas civilizaciones lejanas y exóticas, me gustaba oír a mis primas mientras pintaba junto a Iskra o contemplaba los pequeños escarabajos azules egipcios de piedra que Spomenka tenía sobre el escritorio del salón.

Con el tiempo también supe que mis padres, los Dragovic, perdieron casi todo nuestro dinero cuando yo apenas había cumplido los nueve años. Debido a una mala gestión de la agencia de acciones que administraba nuestra pequeña fortuna, estuvimos a punto de perder nuestra casa y nuestro hogar, Nueva Alejandría. Klaudio había sido aconsejado de forma errónea para que invirtiese en una empresa extractora de carbón. Esta quebró meses después y perdimos casi todo el patrimonio que los Dragovic habían creado desde hacía décadas. Menos mal que mi tío Patrick nos ayudó y pudimos salvar Nueva Alejandría. Gracias a su generoso préstamo logramos vivir cómodamente mientras mi padre, en vano, intentaba recuperar el dinero perdido. Pero tiempo después se agravó la demencia senil que ya padecía y Sanel, el primogénito, tomó las riendas de las finanzas nada más cumplir los veinticuatro. Mi hermano tuvo serios problemas para volver a recuperar lo perdido, pero en menos de dos años volvíamos a disfrutar de la pequeña fortuna dilapidada por la funesta gestión de la agencia. Siempre consideré a Sanel y a Karlo como adultos al mismo nivel en el que situaba a mis padres o a mi tío. Dudaba de que hubiesen sido niños alguna vez pues siempre parecían muy serios y enfrascados en conversaciones de las que no comprendía absolutamente nada. En contraste, yo solo me preocupaba de atender a mis lecciones diarias, de celebrar eventos en nuestra casa de campo o asistir a los de mi nueva familia, de montar en mi caballo Ulises, de leer los muchos libros que había en la biblioteca y, sobre todo, de pasar días enteros con mis primas, en especial con Vesna.

Llegados a este punto, he de revelar otro secreto. Poco a poco fui consciente de que, al ser el menor de mis hermanos y por tanto de carecer de grandes responsabilidades, no tenía que renunciar al mundo que había creado en torno a Spomenka, Vesna e Iskra. Un mundo donde solo tenían cabida las risas, los cuentos, los botones de colores y las piedrecillas del río, los paisajes hechos de óleo, las charlas apasionadas de mis primas sobre Egiptología, las hadas mágicas que cumplirían nuestros deseos, las emocionantes competiciones de ajedrez, los paseos por la playa en busca de caracoles y cangrejos, los helados en el nuevo bulevar de Dubrovnik, las canciones y los juegos. Podía hacer lo que me gustaba todos los días, disfrutar de una vida alejada de problemas y perturbaciones. Me sentía dichoso, bendecido por la vida que me había sido concebida de forma casi milagrosa. Por todo ello, estaba absolutamente convencido de que era diferente, de que mi existencia estaba destinada a ser especial. No quería ser como mis hermanos. Yo era el afortunado, al que la gloria le había elegido desde antes de nacer. El destino de Sanel o de Karlo era, sin lugar a dudas, distinto al mío. Aunque por ley me correspondería una parte del patrimonio de mis padres, no pensaba en el dinero ni en cómo invertirlo en el futuro. Todo lo contrario: solo pensaba en agasajar con regalos a mis primas amadas nada más heredar mi parte.

Cuando cumplí quince años empecé a experimentar algo nuevo hasta entonces. El deseo hacia Vesna. Hasta el momento, mi veneración había sido puramente espiritual. Sin embargo, todo cambió un día de verano. Mis primas y yo fuimos a la Ópera de Dubrovnik. Aquella tarde asistimos a la representación de la obra de un compositor italiano que estaba revolucionando los teatros de toda Europa: La traviata de Giuseppe Verdi. No era la primera vez que asistíamos a un evento semejante, pero aquella historia de amor entre la cortesana Violeta y el joven Alfredo me quebró el aliento. A pesar de que sus vidas eran muy diferentes, había surgido entre ellos un amor cándido, sincero que los había unido en un solo corazón. Mas la dicha duraría muy poco pues, tras algunas vicisitudes y dolorosos malentendidos, la muchacha moriría entre los brazos de un desconsolado Alfredo. Vesna se había sentado a mi lado y, gracias a la oscuridad, no vio mis lágrimas. Me había sentido plenamente identificado con Violeta y también con el joven. Su trágica historia de amor había hecho que imaginase qué sucedería si Vesna desapareciese de mi vida. Mis ojos se humedecieron y, con cuidado, me sequé el rostro mientras algo extraño detenido en la garganta no me dejaba respirar. No permitiría nunca que sufriera daño alguno: yo la protegería, haría lo imposible para que fuese feliz. No permitiría que nadie se entrometiera en nuestra relación, como había hecho el padre de Alfredo, y tampoco dudaría de su palabra. Igual que Alfredo había amado a Violeta, Vesna era la persona más importante y valiosa que había conocido. Quería saber cómo era besarla en los labios, qué se sentía al ser amantes, abrazarla sabiendo que era una mujer. A mis quince años comprendí que había despertado de ser un niño.

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